martes, 25 de noviembre de 2014

Hemos venido a jugar o La Oda al Yogur Caducado.


Descomposición, vacío, soledad... No. No es un poema de Federico García Lorca. Verduras descompuestas que tienen vida más inteligente que tú, vacío dentro de ese cartón de leche de vete tú a saber cuando, soledad de ese triste yogur caducado... Esta es la oda a ese yogur caducado, ese solitario yogur que puebla la esquina de mi nevera. Que me mira. Y le miro. Y se siente excluido porque sabe que recurriré a él cuando ya no me quede nada, ni nadie que me dé de comer; que sabe que le utilizo para satisfacer mis deseos.

Despojado de su dignidad - y de la mitad de su tapa-, recuerda esos días en los que estaba dentro de la fecha de consumo, que tenía amigos unidos por un pack de 4 y se pregunta "¿por qué yo? oh, soy un juguete del destino".

 Sabe que se acerca su final porque ya es final de mes. 

Siente el frío dentro de la nevera. 

El traqueteo del abrir y cerrar de la puerta le mantiene expectante, conservando la ilusión de ser él el siguiente elegido. Pero no.

Abollado por las esquinas. Roto. Herido por dentro.

Hasta las frutas que se muestran en los dibujos lucen mustias, sin brillo, sin ánimo; tan solo acompañadas por una triste gota de agua que gotea en la nevera. 

El frío se cala en su interior, como si pareciera que llora por dentro. 

¡Oh triste yogur, ya está, ya pasó! 

¡El reloj de tu amargo tempus fugit ya pasó, que te voy a comer cuando acabe de escribir esta parida! 

Te relevo de tu mísera posición en la oscura soledad de la nevera para alojarte en el locus amoenus de mi tripita.


 
Recemos a la fortuna para que tu caducidad perecedera no afecte a nuestra amistad y buen rollito. 

viernes, 4 de abril de 2014

Te daré 19 días y 500 noches cada vez que te haga falta.



Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde.
(Gil de Biedma) 


El amor es un animal nocturno. 

Todo lo malo de nosotros salió aquellas noches y nos robó lo mejor de nosotros, apagándonos un poco más, arraigando todo lo malo bajo unas raíces invisibles – temidas raíces que, esperemos, no den fruto. Ya hay suficientes hijos de la ira-. 

Eran noches desprovistas de Morfeo, de amor – o quizás había más amor del que pensábamos y por eso llegábamos hasta el extremo de la autodestrucción frente al otro para que nos fiera tal y como éramos, con la esperanza de que se sintiera igual-  y otros fantasmas, que te pillan por sorpresa, con la guardia baja, que si supieran dirían que si es una broma, porque es lo que desean decir. Espalda contra espalda ya no sabemos qué decir cuando ya hemos dicho todo y no de la manera que hablan los amantes, sino con la manera que habla el alma, que sale cuando menos te lo esperas, sin calcular las consecuencias, sin medir las posibilidades de error, el tanto por ciento invisible de normalidad que se evapora cada vez que una lágrima tuya moja la almohada. Y se pierde por ahí.
Noches perdidas que no encuentran el inventario de días que quisimos pasar juntos – eso no venía en el catálogo. Nos quejamos al vendedor pero ya era tarde para las reclamaciones. Quizás aguantaríamos la tormenta… - en las que el eco perdura en la memoria de la cama y resuena, haciéndola fría, extraña. Y el eco de esas noches vacías donde aparece la bestia de ese animal nocturno es como la resaca del whisky barato de la barra del bar de la esquina. Atraviesan tu cabeza como la metralla extraviada de una bimba que no debió estallar – porque ninguno quería que estallara-. Memoria de la cama que olvida pero no perdona, hiriente, dispuesta a recordarte tu humillante humanidad en el peor momento.

Pero con la luz del día el animal se duerme y tú te mueves como un autómata, un poco sin saber qué decir o a dónde ir. Porque a dónde ir si no quieres ir a ningún otro sitio, a ningún otro sitio que no sea a buscar esas lágrimas que se te perdieron en la funda de la almohada y devolvértelas. Acunarte, quizás, entre mis brazos y decirte “tranquilo, estamos bien (puede que no lo parezca). No se lo dices aunque lo sientes y te quedas ahí parada. De repente, tienes que volver a la realidad porque el mundo no te espera. Y tienes que arrancar el cuerpo, gripado, cuyo motor suena desacompasado, no tum-tum… sino tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú…
Y te encuentro –aunque no estés conmigo.

Una vez pasada la primera ola de “voy a quedarme aquí tirada” olvido al animal nocturno de la noche y me concentro en no olvidar lo que me resuena dentro, lo que de verdad importa: tú, tú, tú, tú, tú…
Y seguirá ahí para recordarme que las noches nocturnas de animales nocturnos pueden llegar y volver como el huracán en medio del desierto. Pero pasan. Un paso adelante, dos atrás pero pasan. Porque no estamos muy acostumbrados y somos nuevos en esto de intentar querernos en cuarenta días. Porque quizás es solo el principio de demostrarnos que estamos aquí para ayer y mañana.



viernes, 3 de enero de 2014

Divenire.

La vida sin maquillaje y la cruda realidad de cada día. Verlo escrito en todas las caras, en mi cara frente al espejo, incluso en la falsa cara de "todo está bien" que somos expertos en  fingir a cada minuto. Conocer cada día menos el reflejo que me devuelve mi propia proyección a causa de todas las alteraciones, de todos los "no pasa nada", de los "no importa", de los "ya no duele"...

Incompleta. Como un puzzle al que le falta una pieza. Pero ¿qué pieza? El engranaje principal, el mecanismo intrincado que hace que todo cobre vida y empiece a moverse. No a destacar, a sobresalir o a brillar, no,  solo a moverse. Y sentir que no vas a contracorriente de la gente. Pero al fin y al cabo la gente da siempre igual. Siempre ha dado igual porque yo sigo parada. Levantarse pero sentirse siempre dormido, esperando en letargo a despertar, sabiendo que el despertar nunca llega. Con sueño y con mala cara y pensando en qué pensar.

E intentarlo. No llegar nunca. Pero ¿llegar a dónde? ¿Y qué haré cuando llegue? Si ni siquiera sé por donde voy - o por donde debería ir-, a dónde quiero ir, para qué quiero ir. Aunque tampoco sé si quiero quedarme. Y el bright side of life quedó tan lejos que ya no veo los resplandores brillar, ni oigo los silbidos cantarines acompañarme. Porque no voy a ninguna parte ni dejo de ir. Es un continuo devenir.

E intentarlo una vez más. Siempre la última. Siempre me juro que será la última porque cada vez vale menos la pena. La asombrosa fuerza de voluntad que poco a poco va escaseando, que va absorbiendo la oscuridad, a esa ya no la hago caso. Y la aparto cuando quiere volver. A veces la dejo por si me hace compañía pero ambas sabemos que es irreal, que no dura mucho y que no, para nada será la última vez.

Y espero que no te importe que yo me haya rendido una vez más. Eso solo significa que tardaré más en encontrarme.